Las obras de Federico Lanzi son quizás el ejemplo idóneo para ilustrar la afirmación de que no existe nada más profundo que la pura superficie. Se podría expresar en palabras cada elemento visible en la superficialidad de sus producciones, cada tono de su paleta, cada material y técnica pictórica puesta en juego y cada forma utilizada (incluso aquellas, ciudadanas del reino de lo abstracto, que huyen a su nomenclatura, podrían encontrar su equivalente en la palabra), pero siempre quedaría un resto inexpresable –ininteligible incluso-, para nada superfluo, sino, precisamente, esencial.
Como un diapasón sosteniendo la nota, sus producciones nos sostienen absortos. Lanzi pareciera ser un pianista operando las tonalidades de sus pinturas, “siendo colores y formas las teclas, el ojo, el macillo, y el alma, el piano con sus cuerdas”. Resuenan en sus obras guiños sutiles a la historia del arte como apropiaciones abstractas de heterogéneas representaciones de antaño. Quizás a ello se deba la extraña familiaridad que transmiten. Portadoras de cierta información genética de su pasado, resignifican narrativas al mismo tiempo que imponen un posible nuevo relato, entre fantasioso y real, de la historia de la humanidad. Con la serialidad como columna vertebral de su práctica artística, Lanzi utiliza técnicas y materiales (espejos, imágenes especulares, soportes acrílicos transparentes pintados en su reverso) que introducen al espectador en sus imágenes no sólo en su sentido literal –físico-, sino también apelando a su sensibilidad mediante una vibración emocional.