Raúl Flores (Córdoba, 1965) ha ido construyendo su trabajo fotográfico en un cruce entre seriación conceptual y tópicos banales, del que resultaron numerosos cuerpos de imágenes. Fotografías que reúnen objetos indiferenciados, separados de una misma matriz industrial o dotados de un mismo sentido utilitario, como si ninguno de ellos agregara nada a lo que los otros puedan significar. Un registro llevado casi al grado cero de la técnica –prácticamente a una técnica a-significante-, de modo tal que el carácter opaco del objeto fotográfico está siempre resaltado. Pero es justamente allí, en esa monotonía cargada de información, donde esos objetos fotografiados se vuelven material histórico en la misma proporción en que delatan su obsolescencia.
Series de imágenes donde la mayoría de los nombres indican el objeto fotográfico central de las mismas, que se repite en conjuntos más o menos grandes de ejemplares, todos muy parecidos entre sí. Así se acumulan “Ración”, Polaroids de la comida que compraba con un presupuesto fijo de dos dólares diarios (1997); “Heladeras”, imágenes que muestran el interior del aparato en las casas de los amigos del artista (1997); “Piletas”, tomadas con una cámara subacuática en el fondo de la bacha de una cocina (1999), “Basureros” (1999), que registra canastos callejeros para colocar los residuos domiciliarios o “Gauchesco” y “Tierra Santa” (ambas, 2000), que documentan las puestas del Museo Histórico de Cera de La Boca y del parque temático religioso Tierra Santa, respectivamente.
Se trata, como dice Marcelo Pacheco, de “una sucesión de banalidades que el fotógrafo, con poco pudor técnico y poca responsabilidad temática, registra aquí y allá”. Imágenes de un mundo doméstico que se cristaliza en ese desenfoque fotográfico y en la provocativa ampliación que nos enfrenta con esos detalles que no creíamos estar dispuestos a mirar. Objetos y situaciones que son convertidos en monumentos cuasi escultóricos gracias a esa mirada impúdica, entre urgente y reposada. Un mundo visual tan en las antípodas de Instagram, un universo perfectamente imperfecto y extremadamente contemporáneo.
Así, casi desde la anti-fotografía, las imágenes de Flores son casi lo más fotográfico posible: crónicas de épocas, testigos automáticos, voyeuristas de lo (in)visible, (auto)biografías descaradas, y sobre todo, fetiches. Pero Flores le pone un cascabel y un espejo enfrente a ese fetiche, lo obliga a mirarse a sí mismo, congelado y entonces convertirse en su propia estatua de sal.