Magnéticas, emocionales, delicadas, sutiles y silenciosas, las obras de Carolina Antich (Rosario, 1970) son portadoras de un aura entrañable. Manifiesto de una fascinación equilibrada, donde cada elemento está justamente ahí para representar lo necesario, sus obras no sólo nos ofrecen una reflexión sobre la potencia y belleza de la pintura, sino también un momento de introspección. Personajes y espectadores comparten un estado mental suspendido en la pintura, en donde el espacio vacío se erige como un elemento dinámico y activo, donde la figuración puede alcanzar su plenitud y la mirada expectante puede escapar para llegar a la profundidad de la consciencia.
Un universo armónico se constituye en el aparente silencio de sus paisajes y retratos. Capa sobre capa, homologando el artificio de la pintura, Antich imbrica sus significados conformando un complejo entramado simbólico. Nuestros ojos navegan entre la ambigüedad espacial dominada por los campos de color, las miradas apacibles e imperturbables de sus personajes y la cadencia de sus títulos. Aunque carecen de diálogo o comunicación gestual, sus pinturas resultan innegablemente comunicativas y sentimentales, representaciones casi hipnóticas del absoluto esencial. Y como haikus visuales, desprenden de ellas las porcelanas, síntesis tridimensional de su batalla pictórica. Nacida a orillas del Rio Paraná y habiendo pasado largos años habitando los canales venecianos, Antich busca evocar en sus obras memorias distantes que, de alguna manera, nos pertenecen a todos.